De vez en cuando cierro los ojos y en mi cabeza aparece la imagen trémula del viejo Aegis. El día en que quise darme cuenta de que nunca sería capaz de proteger a nadie con el peso de todo aquel acero y madera amenazando con sepultarme el hombro en el suelo. Un día simplemente el brazo dejaría de sostenerlo y yo tendría que seguir adelante sin él.
Apenas recuerdo quién me lo dijo, o por qué le hice caso, pero no hay día que no eche de menos el tacto de la madera contra mi hombro, el cuero clavándose en mi antebrazo, el frío del acero al acariciarlo, el... el saber que no había fuerza en la naturaleza capaz de pasaros por encima, saber que no importaban los golpes, que el dolor es mental y que la persona que estaba detrás de ti nunca sufriría daño, porque no estabais dispuestos a permitirlo.
Las tablas se astillan, el sudor se come el cuero y el acero se abolla, pero todo eso a mi viejo Aegis no parecía importarle."No tienes espada", decían. "¿Qué clase de guerrero lucha sólo con un escudo?". "No podrás protegerla siempre"'. Nunca quise protegerla siempre. O... quizá sí.
Por eso el día que se cayó de mi brazo no me di cuenta. Simplemente fui a alzarlo ante algo... y no estaba. Y cuando lo encontré, hubiera deseado no hacerlo. Herrumbre, astillas... y un dolor palpitante del hombro hasta el pecho como vestigios de un amigo que, aunque estaba ante mis ojos, se había ido.
Y lloraba. Todavía recuerdo el ta'nido enloquecedor de sus lágrimas de acero.
Quizá por eso ella decidió ponerlo lejos de mí; sus heridas nunca se curarían a martillazos, y creo que lo sabía.
Lo que no sabía... era lo que de verdad se estaba llevando; tardó un par de meses, o quizá fueron más, en darse cuenta. Y entonces tampoco pude protegerla a ella.
Resulta casi cómico, ¿no? Ahora sí puedo verte. Ella no se atrevió a llevarte lejos. Esta vez voy a ayudarte yo a ti.
¿Cómo he podido estar tan ciego? Siempre delante de mis ojos, maldita sea. He visto la carcoma comerse tu madera y no he hecho nada. Ella dijo que no podría curar tus heridas, pero quizá llegados a este punto no se trate de eso.
El árbol de cuya madera estabas hecho se extinguió recientemente. Ese acero jamás podrá volver a ser aleado de la misma manera. El animal de cuya piel curtí tus correas... bueno, qué decir de él. Pero el fuelle sigue funcionando; el yunque sigue donde estaba y el horno pide carbón como los pajaritos comida.
No puedo devolverte la vida, amigo. Pero nunca he estado tan seguro de nada como de que te voy a dar una nueva.
Hace tres días que no veo el Sol. O más, no sé.No recuerdo absolutamente nada ajeno al dolor que me recorre el hombro como cien pulsos eléctricos cada vez que levanto el martillo, al olor del cuero viejo y el sonido que gime al desgarrarlo, al crujido de los tablones partiéndose. A mis propias lágrimas, a mi sudor. Cada martillazo es como si me lo pegaran a mí, cada vez que retuerzo el acero es mi propia alma la que se retuerce y grita suplicante. Pero no va a haber piedad, hoy no.
Doce veces. En hasta doce ocasiones he calentado, retorcido, amartillado. No puedo casi respirar, me he atado a las vigas del techo porque mis piernas ya no me sostienen; nadie dijo que esto fuera a ser épico. El acero se estremece al cubrir la mitad de arcilla - lo siento como un baño de agua fría sobre mi piel.
El agua se convierte en puro vapor en el momento en que la barra de acero abraza el calor de la fragua. Sospecho que me mantengo despierto por el dolor que las ataduras me producen en las axilas; las buenas cuerdas siempre escasean, y en este momento no son lo que más importa.
Es el fin. Cada nuevo martillazo en el acero ya curvo se siente como si estuviera aplastando mi propia mente con cada golpe. Lentamente se va curvando, conforme mis fuerzas se apagan.
No sé cuánto tiempo llevo dormido, ni sin comer. De antes de caer sólo recuerdo el vapor al templar el acero, una voz muy aguda y algo cortando las cuerdas.
- Si puedes levantarte, te he dejado algo de comida en la mesa.
Sonrío, complacido ante el mejor uso que nadie le ha dado jamás al viejo yunque. Sentada en una silla, una figura trabaja la hoja de acero más fina que jamás he visto, envolviéndola en madera y tela con una delicadeza que jamás creí posible. Aprieta el mango ligeramente curvo, y la hoja se balancea dejando tras de sí un silbido magnético.
- Yo... te...
Se levanta y ríe; conozco esa voz cantarina. La hoja de acero se hunde en el suelo a pocos centímetros de mi cara y su mano se extiende hacia mí.
- No, cielo. Ahora soy yo la que va a protegerte.